Miras, miras mucho. Miras al último que se pone en la cola. Miras al primero porque le va a tocar pasar. Miras a la pareja que está hablando. ¡Hablando!. ¡Alguien tiene fuerza para poder hablar y contar algo entretenido!. O no porque también puede ser muy aburrido y esperas a que termine esa verborrea. Miras a quien pasa de largo. Miras al que se quiere colar y al que solo quiere preguntar. Miras todos, t-o-d-o-s, los letreros con y sin letras para leer. Miras en la mochila el libro que no has traído. Miras de pie. Miras sentado. Miras escuchando música. Miras jugando al móvil. Miras las paredes y las puertas. Miras el techo. Miras las papeleras. Miras los quicios de las puertas. Miras las ventanas sin vistas. Miras al suelo cansado de mirar y no ver. ¿O sí?...
Porque de repente ya no estás esperando en un edificio. Ahora estás en el campo, viendo un césped con flores.
Y te acercas y hueles una.
No lejos, hay un laberinto formado por canales de agua en el que un tesoro rojo espera a que te conviertas en Teseo.
Y rápido, muy rápido, se te cruza un corredor que está a punto de llegar a la línea de meta.
Sí, este sitio está bien. Pero ahora has de volver. Te toca. Adiós a la espera. Así que te montas en tu Mini y circulas por la autopista de vuelta.