09 septiembre 2009

La proeza del Elemento

Su voz resonaba en mi cabeza. Estaba frente a mí como un actor que con visceral pasión busca sin conseguir que un telón ponga fin a su dramático destino. Su monólogo era una espiral condenada a no tener fin, por no obtener una respuesta. Sus palabras describían la pregunta que era la infinita representación del eterno egoísmo: cómo era posible que hubiera grandes países, países desarrollados, que permitiesen la miseria y el hambre de otros.

¿Cuántas veces la lujuriosa lengua del deseo te humedece el cuello ante lo nuevo, lo que no se tiene, lo que no se posee?. Comparativamente con esos países pobres, uno se siente mal: entran remordimientos.

¿Por qué si el alma humana puede sintonizar con el llanto de sus hermanas, también puede mirar hacia otro lado, olvidar con facilidad?. Un escudo egoísta que solo unos pocos han desechado.

Tal vez, la razón de la supuesta pasividad de toda una nación, podía tener respuesta en un solo individuo. Vi entonces, más allá de todo número, hilos de tenue luz que salían del pecho de cada persona y se dirigían al cielo. Allí se unían, enroscándose como un tornado, sosteniendo el mismo cielo y formando un poderoso tronco, grueso y de cegadora luz blanca: la luz de una nación. Qué persona puede reclamar a la nación que dirija su luz para el auxilio de otra, si esa persona no mueve su hilo luminiscente para mirar al dolor y recordarlo.

Que si un hombre quiere puede cambiar las cosas, no es algo que el silencio haya ocultado. Sí la decepción, sí la desesperanza, sí la apatía. Humana es la voz que clama ayuda y, por humana hermandad, se ha de recordar el dolor.

Qué terriblemente simple: el total, como suma de las partes, no es indivisible. Los elementos son los que le permiten cambiar, fluir. He aquí la proeza del Elemento. El hilo que dirige la luz de una nación.