20 agosto 2008

Sigfrido

Hijo de Adán se vio obligado a seguir las huellas de Sigfrido para llamar al hombre. Durante muchos años el veneno del miedo recorrió sus venas, agarrotó sus músculos, se instaló en su espíritu haciéndole débil y temeroso hasta el punto de paralizarlo y convertirlo en una pretendida frágil marioneta para deleite de sus draconianas tutoras.

Ya quedó seca y yerma la bífida lengua que susurraba sus oídos, que tan pronto le protegía de todos los males, como le aterrorizaba de tantos otros.

Esas horribles agujas que atravesaron poco a poco sus carnes y prendían su acongojado espíritu han dejado de punzarle. Eran las llaves que abrían las puertas al niño. Ahora son las cicatrices del adulto. Y es que la bestia se alimentaba de un temor que él ya no sentía, pues de tanta angustia vertida, hasta esta se le agotó.

Frente al mayor drama presentado, a la angustia existencial conjurada por el dragón que urdió los mil y un temores, solo cabe presentarse desnudo, sin más coraza y escudo que la compasión y más arma que la espada en cuya hoja están inscritas las palabras: "El no condicionado".

Ni los rugidos oídos desde la lejanía, ni los coletazos, ni la iracunda mirada, ni la lengua de fuego detuvieron el encuentro que largamente había evitado. Pues ahora sabía el secreto para acabar con la bestia. El temor de ésta era que Sigfrido fuese libre de cualquier cadena que lo atase a ella. Las fauces escupieron fuego. Las llamas no lo tocaron. Con su espada frente a él, paró el terror rojo conjurado para devorarlo.

El ser tornó a Basilisco y quísole dar muerte con su mirada abismalmente ajena e infinitamente oscura. El caballero interpuso nuevamente la espada con un movimiento que desvió la fatal mirada, haciendo que la criatura sintiera como su propia cólera la consumía.

Con una mezcla de temor y compasión, el Hijo de Adán levantó la espada lentamente y la dirigió al corazón del gran lagarto. No erró. El corte que acabó con el dragón fue sentido como la visión aterradora en un espejo de sus obscenos actos. Una pizca de rencor, un reproche a tiempo hubieran bastado a la criatura para obtener fuerzas y contraatacar. Pero no lo hubo y quedó absorta, mientras se desangraba, sola ya.

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