Mi mano perderá el puño que tanto campo labró y encontrará la palma que tanto ha de recoger y ofrecer.
Espada y armadura entregaré al dulce olvido, pues trascenderé todo pasado y me embriagaré del momento presente, que siempre podrá ser mío, aunque no tenga ni pluma, ni papel en el que escribirlo.
El fuego no volverá a devorarme, pues le enseñaré a que alimente mi corazón.
Si la noche de frío me arropa y despierta mis lágrimas, tomaré la tenue luz del amanecer para transformarlas en rocío que acaricie mi piel.
El dócil susurro que ronda mi conciencia, será la audaz vela que conduzca mi incertidumbre. Y no habrá sombre que no vea, ni abrace, ni desaparezca.
Dejaré casa y férreo cofre una noche, para pasear virgen a la luz de la luna. Tumbado sobre la tierra, enterraré mi cuerpo... Y despertaré girasol. Volviéndome a la luz de mi vida, sonriéndole y entregándome, para reposar de noche y aguardar, cada nuevo día, a mi dulce Apolo.
Me expandiré, lo seré todo y al final... Al final, habré vivido como un hombre, un hijo de la tierra, que nacido roca, murió viento.